Diario Nova

La Argentina blanca-Nova

Rosario

En las tinie

“¡Precaución!, se está acercando a una zona peligrosa”, dice la voz femenina castiza del GPS de la camioneta de la Gendarmería que conduce el comandante Walter Zurita mientras avanza por la avenida Avellaneda de Rosario, a lo largo de la Villa Banana. “¡P….Madre!, si hasta el programador del GPS y la “gallega” sabían que esta era una zona peligrosa porque está tomada por los narcos. ¿Cómo es posible que no lo supiera la policía provincial?”, grita con impotencia el funcionario de Seguridad que viaja en el asiento de atrás. Estamos dentro del Operativo Rosario implantado el 9 de abril cuando 2.000 gendarmes, prefectos, policías federales y provinciales tomaron la ciudad más violenta del país para intentar desbaratar a las bandas del narcomenudeo que dominan todos los barrios de la periferia de la tercera ciudad argentina. Ahora, la información llega por la radio, no por la voz latosa del mapa satelital. “Procedimiento en barrio Las Flores. Incautación de estupefacientes”, dice un gendarme. Zurita enciende la sirena y salimos a toda velocidad hacia el lugar. Está preocupado. Es la zona más caliente, a la vuelta de la casa de los Cantero, los líderes de la poderosa banda de Los Monos. Cuando llegamos ya hay decenas de gendarmes y una patrulla de Prefectura. En la esquina, por delante de la pintada en honor a Newell’s Old Boys y Marcos, uno de los lugartenientes de los Cantero caído en ese lugar en una reyerta con otra banda hace apenas unos meses, ya hay dos gendarmes con sus fusiles preparados para cualquier cosa. Como siempre, decenas de vecinos curiosos aparecen de todos lados a pesar de que ya es la medianoche y que la llovizna finita y persistente no deja de caer desde hace horas. En el centro de la escena, una moto medio desarmada, un pibe con la capucha del buzo tapándole la cabeza y una mujer de mediana edad, grandota y de un rubio platinado dando órdenes a los gritos. Es la madre del “soldadito” que estaba haciendo un delivery de cocaína. El chico tiene 19 años y antecedentes por el mismo delito. Esta vez lo agarraron con 14 paquetitos cerrados con un moñito hecho con cinta roja. “Eso indica que es de la mejor calidad”, explica uno de los peritos que vino a hacer la prueba de pureza de la droga. “¡Tapate la cara! ¡Vo apurate, no ve que el pibe está tomando frío! ¡Y vo que filmá, pelotudo!”, grita la madre mientras se mueve alrededor de la escena. Los gendarmes siguen haciendo su trabajo con cara de nada. Finalmente, al pibe se lo llevan a una comisaría local. En dos o tres días regresará a la calle Cantuta de Las Flores, allí frente a la “Casa Amarilla” de los capos del barrio, los Cantero, una residencia terminada en piedra al estilo de las de los countries más lujosos, levantada en el corazón de la villa de chapas y cartones. Atrás, a 50 metros de donde agarraron al pibe del delivery y a apenas tres cuadras del imponente casino City Center del empresario Cristóbal López, está la famosa pintada en honor a Claudio “Pájaro” Cantero, el líder de la banda asesinado hace un año. Está su rostro delineado con cierta maestría callejera y la inscripción “Ciudad de Dios”. El autor probablemente no lo sepa, pero ese episodio que intenta inmortalizar en esa pared está más ligado a otra ciudad de un siglo atrás. Las Flores es hoy el epicentro de “la nueva Chicago argentina”.

ARGENTINA BLANCA

El boulevard Oroño, que atraviesa la ciudad desde la costanera sobre el Paraná hasta la circunvalación que deriva en la ruta 9 a Buenos Aires, es el paisaje preservado de la antigua ciudad que en los primeros 30 años del siglo pasado (1900/30) vivió una prosperidad extraordinaria acompañada por una enorme violencia. “Hay una similitud. En aquella época se vivía una explosión de dinero de la exportación de granos. Y lo que vemos ahora es, en cierta manera, la consecuencia de la fortuna creada desde fines de los noventa por el boom de la soja. Ambas épocas están manchadas por la sangre de los hampones”, explica el historiador y periodista Rafael Ielpi, presidente del Centro Cultural Roberto Fontanarrosa, mientras conversamos en el mítico café El Cairo. La escritora Angélica Gorodischer reflexiona sobre la raíz de esta segunda ola de violencia que ataca Rosario mientras toma un té en su chalet de la calle San Martín. “El flujo de dinero de la soja facilitó la entrada de la droga. La enorme miseria que hay en todos los barrios alrededor de la ciudad es la vena por donde circulan los narcos. Y la corrupción de la pequeña burguesía le facilita el camino. De la misma manera se hicieron muchos de los enormes palacetes levantados en los años 30 y que aún están en pie en la ciudad”, cuenta moviendo los brazos.

“El flujo de dinero de la soja facilitó la entrada de la droga. La enorme miseria que hay en todos los barrios alrededor de la ciudad es la vena por donde circulan los narcos.”

El contraste más claro está hoy en los 200 metros que separan las torres Dolfines, en Puerto Norte, de la villa miseria del barrio Refinería. Ahí, entre el barro y bajo una lluvia helada, aparece Manuel, un tipo de unos 30 años que aparenta 60. “Eh, tené un 10 pa’l yogur”, me pide y se ríe mostrando sus pocos dientes. Me lleva hasta lo que era uno de los 300 o 400 bunkers de venta de drogas que proliferaron en toda la ciudad en los últimos cinco años. Son apenas unos escombros que tiraron a mazazos dos gendarmes forzudos. Hasta hace dos semanas era una construcción de ladrillos dobles con una puerta de hierro con un candado exterior. Allí encerraban hasta 10 horas por día a uno de los chicos del barrio, siempre menor de 16 años para que no pueda ser imputado, y lo dejaban vendiendo sobrecitos de cocaína y marihuana a 10, 20 y 30 pesos, dependiendo del tamaño. “Eso es la impunidad total. No hay lugar en el mundo en que la droga se venda en lugares fijos. Se mueven todo el tiempo para no ser detectados. Pero acá estaban protegidos por la policía local”, es la explicación de un funcionario nacional. Manuel es más simple y directo: “ahí se ve el caminito que hicieron en el pasto. Bajaban de la torre y venían a comprar todo el día. Eran todos muy grosos ¿quién iba a abrir el culo?”.

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“Eso es la impunidad total. No hay lugar en el mundo en que la droga se venda en lugares fijos como acá. La única explicación es que están protegidos por la policía local”

Un chico de unos 12 años espera aburrido bajo un alero a que amaine la lluvia. ¿Cómo es vivir acá?, le pregunto. “Y, hay que tener cuidado. En cualquier momento se agarran a los tiros”, me responde antes de salir corriendo entre los charcos.

Avanzamos hacia el pasaje Puelches, en el barrio Ludueña, para ver al padre Edgardo Montaldo. Tiene 84 años y es el cura párroco de la capilla de la zona desde hace más de 40. Sufrió un ACV hace 8 años y tiene dificultades para caminar pero encontró un buen método para seguir andando el barrio, un triciclo que maneja con habilidad. “Esto era un barrio obrero. Nos levantábamos todos muy temprano. Yo me quedaba en la puerta recibiendo a los chicos que venían a la escuela y los padres seguían hacia el trabajo. Había mucho laburo en los frigoríficos, el puerto, los ferrocarrilles. Cuando todo eso empezó a desaparecer, la gente ya no tenía dónde ir. Algunas mujeres salían a limpiar casas pero los hombres se quedaban chupando. En aquella época habían venido unos chilenos que se dedicaban a punguear en el centro. Pero era todo muy tranquilo. Hasta que llegó el paco, después la marihuana y ahora, directamente la coca. Y con eso las muertes”, resume el padre Montaldo. “Y, ahora, les quitamos las drogas ¿pero qué les damos a esos chicos que no tienen nada?”, se pregunta. En la puerta me encuentro a un chico de 12 años que espera aburrido bajo un alero a que amaine la lluvia. ¿Cómo es vivir acá?, le pregunto. “Y, hay que tener cuidado. En cualquier momento se agarran a los tiros”, responde. Los tres prefectos que están de guardia tomando mate bajo el mismo alero asienten con la cabeza. “Les bajamos tres bunkers que tenían por acá y se están matando entre ellos”, me dice uno de los prefectos.

POR GUSTAVO SIERRA.

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En las tinieblas del narco